NAVOPATIA

En los límites de Sonora y en el esplendor de la biodiversidad entre el desierto y el mar

Por Enrique Yescas E.

Explora-Sonora

Allá, en el otro extremo del litoral de Sonora, donde el perfil costero de este estado llega a la línea que lo separa de Sinaloa, donde aún hay secretos de las maravillas naturales que se han preservado por sí mismos muy lejos de la intromisión humana, hay muchas cosas qué hacer y muchas más que no hacer.

Yo me acuerdo cuando el pitayal corría uniforme como si fuera pastizal gigante por ambos lados de la brecha que nos llevaba de la carretera internacional al poblado costero de Las Bocas. Lo mismo en el de Camahuiroa, ambos lugares a la orilla del mar en la franja que va de Huatabampo al sur y que pertenece a ese mismo municipio.

Ahora hay muchos llanos, desmontes y más al sur, muchos campos nuevos irrigados con aguas de la cuenca del río Fuerte que han reemplazado los bosques donde la pitaya era el organismo dominante en densidad única en el mundo junto con toda la fauna que en ellos sobrevive. Calores intensos, poca agua de lluvia, brisa del mar, terreno plano, nivelado por la naturaleza en esa zona tienen extraordinario significado. Está en una distancia considerable de la Sierra Madre Occidental y es canal permanente de vientos dominantes del Suroeste y todo lo que con ellos viene, incluyendo corrientes marinas y fenómenos meteorológicos que, aunque ahí no se manifiestan, son parte de un sistema que llega hasta la Barranca del Cobre.

Nuestro viaje responde a una invitación de Spiro Pavlovich, un personaje con muchos atributos y virtudes que parece estar tan adaptado a su hábitat como los mismos delfines en el agua o los correcaminos en el matorral. A través de su firma  GeoKayaks presta servicio de guía de turismo de aventura en la zona alta del río Mayo y en el litoral de Huatabampo. Kayak y bicicleta de montaña, además de fotografía de aventura y naturaleza son sus vocaciones que disfruta con destreza.

La invitación estaba abierta para cualquier día de invierno, temporada de migración de aves acuáticas que tienen por estaciones a los esteros de Moroncárit y Agiabampo.

Un evento internacional tiene lugar antes de Navidad, cuando se hace un conteo único de aves en fecha convenida, dando nota de especies y número de individuos, interconectando los profesionales científicos con los aficionados y aventureros que en conjunto hacen equipos a lo largo de las costas del Pacífico reportando la conducta de las aves y analizando con ello algunos cambios y efectos del clima o del hombre sobre la Naturaleza. 

Agiabampo es una zona donde descargan algunos arroyos al tiempo que las aguas del mar se introducen en tierra dando lugar a humedales con gran biodiversidad que incluyen plantas y animales endémicos, es decir únicos de ahí. La fusión de dunas y bosques de pitaya, los canales y las corrientes que se forman entre el litoral y algunas islas, dan lugar a espacios únicos en donde la vida empieza y desde donde se surte al gran Golfo del Mar de Cortés de los millones de alevines y crías de cientos de especies, microorganismos, y materia viva que es su alimento, además de proveer de sombras, manglares, lagunas y rincones donde se esconden los espacios de anidación de aves.

Llegar allá es fácil, desde Hermosillo son 440 kilómetros y la mayor parte es la Carretera Internacional MEX 15 hasta más allá de Navojoa, donde el poblado Toltecas es la referencia para 100 metros adelante desviarnos y viajar por 9 kilómetros hacia el Suroeste hasta llegar al mar. 

Muchas historias se cuentan de residentes y visitantes. Parejas de norteamericanos que dejaron todo para establecerse ahí. Envejecieron y ahí quedaron las fincas a la orilla del mar. Pueblos cercanos de pescadores, comunidades agrícolas, asentamientos de la etnia Mayo, están dispersos y en miles de kilómetros de los valles del Mayo y de más al sur: de El Fuerte.

Pero la orilla del mar en Navopatia sigue dando la impresión de estar virgen, prístina, nunca descubierta, nunca conquistada.

A la llegada nuestros sentidos se impactan cuando de pronto el callejón entre pitayas se abre y los espejos de agua casi transparente nos reciben con un fogoso atardecer perfilado por el manglar y la silueta de garzas, pelícanos, gaviotas, espátula rosada, águila pescadora, martín pescador, tijeretas, y un montón de aves que van y vienen o tranquilamente en formación rastrillan el fondo o la superficie. Es la hora de la puesta del Sol. Como siempre, nuestro equipamiento incluye sobrevivencia y autonomía, de tal forma que no hay mejor lugar que el que nos gusta para quedarnos e instalar el campamento que debe estar armado antes de que se obscurezca. 

Teníamos conocimiento de una instalación en la orilla del mar. Una estación científica que durante todos los inviernos trabaja en pleno contacto con la naturaleza, desarrollando conceptos de uso, analizando la biodiversidad del área y compartiendo sus experiencias con estudiantes que la visitan para prestar sus servicios sociales y aprender la vida natural. Grata sorpresa encontrarnos con la amabilidad y recibimiento de su titular Adam Hannuksela en aquella instalación de casas de adobe, de paredes tejidas con madera de pitaya, con techos de tierra y algunas tiendas de campaña permanentes que funcionan como las suites de un campamento en el que “veranean” en nuestro invierno algunos grupos de universitarios y científicos invitados que tienen su base en Seattle, Washington.

Fondos internacionales, donaciones de filántropos, recursos y becas para estudio proponen demostrar los valores del pitayal y la necesidad de preservarlo, incluso de crear una reserva que sirva además para probar sus tesis y seguir compartiendo con los estudiantes y otros científicos los resultados de sus investigaciones.

Una cocina con estufa de leña, un horno solar, letrinas con envidiable instalación al aire libre, biblioteca, palapa de arneses y kayak, lamparitas cargadas durante el día con energía solar para señalar las veredas y los senderos entre cada cabaña y muchos más ejemplos de cómo vivir sencillamente en contacto pleno con la Naturaleza hacen de este lugar y su ambiente de estudio un punto singular en el mapa de Sonora.

Un recorrido breve precedió al primer brindis, a la presentación de los miembros de la comunidad científica y los visitantes que esta vez también incluían al Profr. Héctor Chávez Fonseca y Luis Felipe Aguirre quienes nos acompañaban a Spiro y a mi.

No teníamos más agenda que la instalación del campamento. Para el día siguiente no había nada escrito en nuestro itinerario. Pero Spiro tenía un plan que nosotros no conocíamos.

Desayuno compartido entre los visitantes después de un recorrido -cámaras en mano- a pie y en bicicleta por la playa, lento y sin ningún pendiente. Pero aparece Spiro en traje de baño, playera, gorra, lentes, cámara y un par de remos dando instrucciones. “Allá los espero”, dijo. Vamos a ver la isla. Yo traía térmico, pants y encima el pantalón. Hacía frío. Spiro parecía loco en este invierno. Pero los gringuitos de Washington también. Andaban en “shorts”.

La estación de Navopatia está justamente enfrente de una isla, que por cierto no está en el inventario de las Islas del Golfo. Escondida tras la última península del litoral de Sonora, la isla Mazocarit posee una vegetación propia y manchas de bosque de mangle con canales navegables. Allá iríamos en balsas y kayaks. 

Cuando llegamos a la playa, faltaba una balsa, la amarilla, que anoche estaba boca abajo ahí… allá, enfrente como a 300 mts. la silueta de Spiro sobre el espejo de agua, acechando a una parvada de pelícanos blancos nos puso a tirarle telefotazos. Como experto navegante, llegó a nuestra playa, yo abordé su balsa y Luis Felipe una segunda -roja- en las que cruzaríamos el canal hacia la isla. Los Delfines.

Había platicado Adam que los delfines pasan por enfrente todos los días. Que hubo uno que hacía “fiestas” en el mismo lugar a la misma hora. Lo entendí como mera documentación, como tema de plática. Para cruzar el canal hay que navegar haciendo zig zag, tanto por el viento que a veces favorece, como por el nivel del fondo que en partes tiene un canal hondo y en otras un piso bajo empedrado o arenoso donde el agua apenas llega a las rodillas.

En algún lugar, seguramente donde el canal es profundo, aparecieron las aletas de nuestros amigos. Directo a nosotros y con una velocidad increíble. No alcanzábamos a accionar las cámaras, el espectáculo nos sorprendía. Nos dieron vueltas, maromas, por los lados y por abajo de las balsas. Luego en formación desaparecieron haciendo un aleteo que claramente entendimos como un adiós; una despedida. Eran delfines trompa de botella.

El viajecito de cuatro horas en las que yo tomé fotos mientras Spiro remaba y Luis Felipe se esforzaba para remar al mismo ritmo, fue una experiencia extraordinaria. Además de la fiesta de delfines, navegamos al interior de la isla a través de un canal rodeado de exuberante vegetación con diferentes tipos de mangle en donde anidan y posan muchas clases de aves acuáticas. 

Volvimos al campamento, disfrutamos de una carne asada y compartimos con los residentes para esperar el momento de la puesta del sol, hora en la que las aves revolotean y hacen mil trinos, graznidos y gritos mientras los amarillos en el horizonte se tornan magentas y la bóveda azul poco a poco se hace obscura dejando ver la vía láctea de horizonte a horizonte junto a millones de estrellas tintineantes y los brillantes planetas alineados esperando la salida de la luna. No importó el frío, la plática era muy interesante, mientras el pitayal como ejército de bulbos nos rodeaba como mudo testigo de aquel proyecto lleno de ilusiones de quienes no imaginan nada más, pero nada más ahí que interrumpa o altere esa imponente y a la vez delicada maravilla natural.

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